lunes, 12 de febrero de 2018

Filippo de Pisis



En una sociedad de espectáculo como la nuestra, tan escandalosamente vulgar y tan dispuesta a la retórica faraónica y de un glamour de oropel, es un alivio dejarse seducir por el gusto de una burguesía culta, a veces cursi, a veces rancia, pero firmemente elegante. Francia e Italia siempre se han nutrido del buen gusto, como consecuencia de cierto estreñimiento. Filippo de Pisis (Ferrara, 1896-Milán, 1956) pertenece a este mundo de pulidas y complejas formas cuya desaparición se acompaña de suspiros de salón, una profunda angustia personal y una fuerte dosis de nostalgia. Sin embargo De Pisis nos habla de algo más, de algo que le inunda y le lleva irremediablemente hacia una enfermedad psíquica. Nos habla de una tristeza que invade todo, de la fragilidad de las cosas y de nosotros mismos, de lo perecedero y de los signos de la muerte que todo lo impregna. 


De Pisis vive las dos guerras y la explosión de lo que Apollinaire denominó l"esprit nouveau. Sus primeras obras, hechas siendo muy joven, demuestran el impacto del cubismo y del futurismo. Son pequeñas obras vibrantes -cascadas de colores y formas- de energía concentrada o collages imbuidos de una clara visión estética. Poco después, a través de su amistad con Giorgio de Chirico, cae bajo la influencia de la pintura metafísica, con su apego a la tradición y a la historia y con su exploración de las zonas más recónditas del subconsciente y del misterio de la realidad circundante. Es una estética hecha a medida por una burguesía culta, mezclando una tendencia hacia una morbosidad exagerada con una sensibilidad enfermiza. 



Aquí De Pisis se encuentra con sus temas y con sus lenguajes plásticos: el bodegón, el paisaje y el retrato. Sus paisajes constituyen una especie de agenda de viajes -Londres, París, Venecia- pintados al aire libre en trazos anhelantes y nerviosos. Podrían parecer banales, algo amateur, pero son obras obsesivas que terminan por perturbar. Los retratos optan por un estilo más académico que le sirve casi de disfraz para indagar en un mundo semi-oculto u homo-erótico que corresponde a su condición de homosexual. 
Sin embargo son las naturalezas muertas, empapadas de un lirismo a flor de piel, las que más logran penetrar y recoger lo no articulado, ese conjunto de preguntas, miedos, oscuridades que subyacen y sobrevuelan el espíritu después de la II Guerra Mundial. De Pisis opta por colores pasteles matizados en que de golpe afloran intensidades violentas, emociones incontrolables y angustias abrumadoras. La muerte está presente, a veces literalmente representada, a veces meramente sugerida.


 Estoy pensando en tres obras enormemente sugerentes, que expresan su melancolía y tempestades internas. En La liebre (1932) aparecen el animal muerto sobre una mesa, una mancha de sangre, unas gafas abandonadas, y una silla omnipresente y fuera de escala. Es una obra en tonalidades sucias, impregnada de muerte y ausencia. Naturaleza muerta marina (1940) es pura sensación, una huida hacia la abstracción, mínimamente anclada en la realidad a través de la pequeña figura de un hombre que camina en la playa. Y Naturaleza muerta con higos (1941) es como un estremecimiento de algo inminente: la fruta caída, esparcida en el suelo. Suculenta como la muerte o como la sangre subiendo a la boca.
De Pisis, quizá, ni siquiera es pintor sino un poeta que pinta frente a un exceso de sensaciones turbulentas. En los últimos años de su vida pinta flores, marchitas, efímeras, que repiten una y otra vez su fascinación lírica y sofisticada por la muerte, su autodestrucción voluntaria. No nos cuesta detectar las voces de Ungaretti o de Montale. Pero hay una diferencia fundamental. Montale logró recuperarse después de la II Guerra Mundial encontrando la fe en los pequeños detalles de la vida, De Pisis, sin embargo, se refugia en las tinieblas de su aguda sensibilidad, perdiéndose en sus sombras, abrazando la espiral sin retorno de su propia enfermedad. 



El Cultural

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